Por los hábitos de vida y la evolución de la tecnología, en estos tiempos empiezan a aparecer determinados comportamientos que responden a la necesidad de supervivencia de los proyectos empresariales y profesionales de muchos, lo que se acentúa con la situación económica actual.

Jornadas laborales de 12-14 horas cada día de la semana, con una actividad impredecible por motivos variables, la posibilidad de viajes y/o desplazamientos frecuentes, el envío y recepción continua de correos electrónicos y una atención telefónica permanente. Son los síntomas que alertan de que puedes ser un trabajador extremo.

Aquellas personas que se marcan objetivos ambiciosos tienden a estar más satisfechos que los que se conforman con expectativas más bajas. Lo cierto es que hay gente que se crece en situaciones de tensión colectiva. Pero otra cosa es que, en algunos casos, haya profesionales en los que el trabajo es una prioridad frente a su propia salud, las relaciones familiares e, incluso, sociales. También estas exigencias se pueden dar por la situación económica, la inseguridad laboral, etcétera.

No hablamos de puestos de trabajo de riesgo, o profesiones peligrosas; hablamos de trabajadores sometidos a un alto ritmo y a cargas intensas, plazos ajustados, flujos imprevisibles de ocupaciones, reuniones y actos fuera del horario de oficina.

Este ritmo de trabajo no se puede mantener en el tiempo más de dos o tres años y si la desconexión no se hace en forma de desintoxicación personal, termina haciendo mella en la salud de las personas en un corto plazo de tiempo por el efecto del estrés y sus patologías derivadas. Esta hiperactividad pone en riesgo, además de la salud, las relaciones personales y familiares, con especial incidencia en las de pareja y las de los hijos.

Si no se puede conciliar la vida laboral y personal, la persona no está equilibrada y centrada; ambas se resienten y, al no ser plenamente productivo, el rendimiento cae exponencialmente.

Las empresas se aprovechan de la situación económica. Se reduce personal para hacer lo mismo con menos gente manteniendo la exigencia de ser más eficientes, competitivos y rentables, pero, ¿hasta qué nivel puede llegar de precariedad laboral, de exigencias y de presión cuando esta aumenta sobre los trabajadores, los mercados son inestables, las cifras de paro son muy altas y se aceptan las condiciones por el miedo a perder el trabajo.

Cuando el trabajador sometido a la presión es empresario individual, la situación es más difícil ya que se le añade el peso de sacar adelante la estructura y su proyecto empresarial, sin red y con un nivel de exigencia mucho mayor. El fracaso no es una opción. En este escenario se genera el caldo de cultivo propicio para la explotación, porque el miedo genera aceptación y parece que no hay segundas oportunidades.

Por la situación económica, nos encontramos en una situación especial. Hay que preguntarse si es algo transitorio o si se convertirá en un modelo. Merece la pena dejar de mirar constantemente el corto plazo y a la supervivencia diaria de la empresa porque lleva al estrés colectivo mantenido. De persistir, esto pasará factura en forma de enfermedades, conflictividad o falta de productividad a largo plazo.

Hay que reflexionar qué estilo de vida queremos para el futuro próximo, cuál es la misión y qué valores se persiguen. Hay que dejar de ser víctima del sistema y convertirnos en protagonista de nuestro destino. No merece la pena trabajar tantas horas porque lo que se obtiene a cambio no se puede disfrutar. No hay dinero, ni ascensos que compensen el tiempo ocupado y no dedicado a los que queremos y a nosotros mismos.

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